la mayoría de veces vivo en un cuaderno, a veces salgo a dibujar.
quisiera poder hablar y la mayoría de veces no me sale.

domingo, 4 de mayo de 2014

[silencio]

Hay veces en las que simplemente no hay nada que decir, y ese es el problema: hay algo, no hay nada. Qué se debe hacer en momentos así escapa de mí; por lo general se dice nada porque el silencio es un gran amigo. Se debe rogar entonces que el otro acepte y entienda, y que tal vez incluso sea amigo y acompañante suyo.
El silencio es y fue un compañero casi corpóreo en mi vida. De chica me encerraba en la pieza a leer durante horas, o dibujaba tirada en el piso. Años más tarde eso no cambiaría demasiado pero se le había agregado el vicio de escribir cosas en cualquiera fuera el papelito que se cruzara. Años después estuvo ese fin de semana en el que no pronuncié palabra alguna casi sin darme cuenta, dialogando en silencio conmigo misma, el frío, el café y la brillante presencia de la pantalla de la computadora que me otorgaba la facilidad de sumergirme en varios mundos y ninguno a la vez.
No fueron días de provecho, simplemente fueron días silenciosos. No avancé en nada, no repensé grandes problemas, no solucioné traumas, no modifiqué hábitos destructivos: simplemente estuve callada porque estaba sola y no quería estar de otra forma. No salí de compras jugando a la economía de guerra con la comida que había y agradeciendo esa costumbre horrible que tenía de guardar atados con uno o dos cigarrillos sueltos dentro por toda la casa. No atendí llamadas, no contesté mensajes, no atendí el portero. Tampoco lo hice adrede: primero simplemente no tenía ganas de leer un mensaje, después me daba fiaca levantarme y atender y así con todo. Pequeñas decisiones que iban formando una mucho más grande sin que yo lo notara hasta mucho más tarde. Tres días así. ¿Qué pasó? Nada. El mundo siguió igual. Como siempre.
Y yo también.
El lunes a la tardecita, primer día oficial de esas vacaciones de invierno, salí a caminar un rato y comprar cosas. Caminé por la avenida metiendo la cabeza dentro de la bufanda, puteándome por olvidar los guantes en casa, las manos desnudas y congeladas dentro de los bolsillos del tapado, las zapatillas de lona mojadas por ir distraída y pisar esa baldosa floja que siempre olvidaba esquivar. Cuando finalmente llegué al kiosko y me disponía a pedir los cigarrillos me di cuenta (ahí ahí en ese momento) que no había hablado en todos esos días y que tenía que preparar la garganta, silenciada durante todas esas horas para decir ‘Dos Gitanés, por favor’. Paré, me quedé clavada en el piso, a un paso de la ventanita llena de stickers de caramelos, jugos y helados, el dedo a centímetros del timbre.
No podía ser, no. Imposible. ¿Realmente no había hablado todos esos días? Pensé, intenté recordar ¿me habían llamado por teléfono? Sí. ¿Había atendido? Creía que no. Lo mismo con los timbrazos al portero eléctrico o el tururú ese de Skype. Nada, ni una sola palabra.
Empecé a desesperarme, de repente era totalmente necesario haber hablado aunque sea sola, la idea de no haberlo hecho me perturbaba a sobremanera, y más aún la sola idea de romper ese silencio de tres días para pedirle al kioskero del barrio dos atados de cigarrillos. Me parecía horrible, la sensación era pesada. El silencio me había acompañado todos esos días y parecía ilegítimo regalarlo de manera tan burda.
Bajé la mano que estaba casi sobre el timbre, di media vuelta y corrí a casa.
Tenía un terrible tesoro, un tesoro muy pesado y no tenía con quién compartirlo.

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